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sábado, 7 de noviembre de 2020

Tristeza natural.

 

Lluvia sobre el mar (en estos momentos están cayendo, 40 litros de agua por metro cuadrado).

Estoy en la bañera de la barca. El cielo está de luto y llueve a raudales. Llevo varios días inapetente y como no tengo a nadie que me incordie no he comido nada o casi nada en esos días.

Se puede pasar un ayuno de cuarenta días, pero si no bebes en tres días, te mueres. Con ese consuelo no he me he forzado a comer, aunque sí he tomado líquido.

Pero ahora estoy demasiado postrado y decido comer algo.

Cojo pan de la despensa y de la nevera agua y queso.

El queso está mejor a temperatura ambiente, pero este viejo de oveja se pone duro en la nevera y me gusta así. Tengo el paladar de Uralita.

Son las 12 horas y tienta y tres, la edad de Cristo,  minutos.

El agua repiquetea en la toldilla y marca la superficie hasta ahora lisa del agua del mar, con ruidosos puntitos.

Ni el cielo gris ni la lluvia  pueden impedir que disfrute de mi refrigerio. ¡Qué ricos están el agua fresca y el queso viejo!

El mundo sofisticado de gente sin horizonte pierde el gusto de placeres ancestrales y sencillos que nos ofrece la Naturaleza.

Me dirás que sin la nevera no tendría el agua fresca… ¿en un día como el de hoy? ¡Ca!, en pleno verano meto las botellas en una malla y la sumerjo en el agua de mar; el contraste al beberla da el mismo placer que si fuera de nevera, y es más sano para los dientes y el cuerpo en general.


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