Vine con un pan bajo el brazo, con el que al poco de nacer me dieron en todos los morros.
Hasta aquí, todo bien, pues a pesar de que hoy las empresas consideran mayor a un joven de treinta años (para ellas hacen), la experiencia ajena y propia me dicen que con cerca de setenta años se pueden hacer muchas cosas.
Entre ellas y la más común, ir tachando del calendario los días que te quedan para alcanzar la esperanza de vida que le toca a tu generación.
Mi ambiente de trabajo no es, ni ha sido, el durísimo de estibadores ni el de mineros del carbón, por lo que me conservaba relativamente bien.
Veo a mi alrededor octogenarios de los que pienso cuando crezca quiero ser como ellos.
Hoy hago muchas cosas, hasta el punto de que me faltan horas al día, aunque a la edad se sumen secuelas, que técnicamente me dejan como media persona.
Pero no hay que desfallecer. Nunca.
Mientras Dios de de fuerzas.
Mi peor década fue la de los ochenta.
La mejor de Leo Harlem.
No puedo dejar de reírme al repasar este texto (ha pasado un año y hoy lo escribiría de otra forma).
Escribo pensando en los niños (por eso evito palabras inadecuadas y asuntos impropios), en los enfermos y en los ancianos y en general en gente llana.
Por eso huyo de acomplejar los temas para así dar simplicidad y luz.
En este blog abundo en batallitas porque soy más rico en aventuras de mi pasado que de mi presente, como le ocurrirá a muchos de los que aspiro a que sean mis lectores.
No hay que avergonzarse de recordar el pasado.
A mí siempre me ha encantado oír a mayores contarme historias. Es la tradición oral que tanto valor ha tenido y tiene en nuestra cultura.
Quien se aburre oyendo historias contadas por sus protagonistas, es un cabeza hueca con vocación de intrascendente.
Puede ser que estés peor que yo y te preguntes; ¿qué puedo hacer en mi cotidianidad, que esté a mi alcance, para aportar algo útil a alguien?
Te animo, lector, a que te sumes al juego.
Puedes hacer mil cosas.
Entre ellas, por ejemplo, leer este blog.
Cuando consulto las estadísticas apareces como visitante y eso me da moral porque veo que mi esfuerzo sirve para algo y me animas a seguir.
Una vez una persona excelente, querido y erudito geólogo, me dijo que es importante editar, aunque no tengas éxito comercial porque tu escrito pueda quedar dormido años en una estantería hasta que un día alguien lo encuentre, lo lea y quizás le haga bien.
Sólo por eso ya habrá valido la pena tu esfuerzo.
Lo mismo se puede aplicar a Internet, con la ventaja de que no debes invertir en editar.
Si no puedes escribir puedes dictar. A veces, dicto al ordenador, que me traduce a texto y me evito teclear.
Como imagino que te habrá traído aquí tu interés por la Naturaleza, puedes adquirir una guía de campo para iniciarte en el tema que te interese y leer y escribir sobre ello; insectos, plantas (ojo, son muy difíciles), peces (los del mercado sirven para empezar), nubes,…
Si no tienes experiencia no importa, no es necesario empezar por arriba, dentro de treinta años la tendrás. con paciencia todo se alcanza.
Tener tiempo para observar es disponer de un patrimonio riquísimo para un naturalista.
Recuerdo que un día descansaba sentado en un poyete.
Llevaba unos buenos minutos mirando mi entorno inmediato, cuando vi a una araña atacar a un escarabajo; se lanzó contra él desde unos diez centímetros de distancia y con el golpe lo revolcó a pesar de que el escarabajo le duplicaba en volumen.
Unos instantes y todo listo.
Le debió clavar los quelíceros al tiempo del impacto porque al cabo de cuatro o cinco segundos el escarabajo estaba prácticamente inerte.
No lo había visto nunca, pero es que siempre he estado demasiado ocupado como para dedicar tanto tiempo, tan a menudo, a la observación.
Por cierto, como, suelo, en el bolsillo llevaba mi camarita y saqué algunas escenas del caso, como un reporter Tribulete.
Conocí poco mi abuelastro y más a mi abuelastra.
Recuerdo la playa, a la que solía ir solo y en la
que me bañaba con cualquier estado del mar.
También recuerdo haber cometido verdaderas
imprudencias en esos baños, de los que no sé cómo salí entero.
Vivía en la que fue la casa del celebrado Pompeu
Fabra, padre de la gramática catalana actual.
En los veranos que viví la casa, estaba hecha un
pincel, pero la familia de mi madrastra la sumió en un profundo abandono.
Recuerdo, que al poco de la última vez que fui, se
hundió el techo del piso de arriba.
Junto con mi abuela, vivían sus dos hijos y una hija.
Su marido murió pronto.
Uno de los hijos se fue también pronto.
La hija me llevaba a veces de carabina con su novio,
con el que se casó también pronto.
El otro hijo, era un oportunista sin escrúpulos y un
vago, que se regodeaba revolcándose en la ciénaga.
Con semejante tropa, me extraña que, en vez de
caerse el techo de la buhardilla, no se nos hubiera caído toda la casa encima.
Veo que hoy la casa está restaurada.
Creo que esa familia no gozaba del afecto de sus
vecinos, o eso me parece, pues cada vez que en conversaciones con ellos saco el
tema de mi familia política, miran para otro lado.
Eso es parte de mi niñez.
El resto no fue mejor.
Hasta que alcancé mi independencia.
Con mi familia natural fui afortunado.
A mi madre no la conocí, pero los comentarios que los
que la conocieron hacían de ella, eran los que se harían de una mujer
excepcional.
Mis hermanas un incordio, como debe ser.
Sobrevivimos tres de cuatro.
Creo que los tres la echamos de menos.
Aunque por lo que a mis respecta, vivíamos en las
antípodas del pensamiento.
Eso me deja claro que el afecto y el entendimiento pueden
ser ajenos a las ideas, a poca buena intención que se ponga.
Puedo hablar con toda tranquilidad de todo esto sin
riesgo dejar en mal a nadie.
Ha pasado tanto tiempo, que esas personas y ya no
están en el recuerdo de ninguna cabeza.
Salvo en la mía, que escribo para liberarme de todo
ello. No porque contengan ningún efecto positivo o negativo sino, simplemente,
porque son trastos inútiles.
Que ocupan sitio en mi menguado cerebro.
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