Arriba, Asensi sobre la peña, entre las rocas la barca y el
bagaje. (foto: Felipe Pérez Leiva).
La división territorial de España parece que ha sido más el producto de una
calculada previsión inteligente que el azaroso resultado de la
Historia.
Cataluña, por ejemplo, es un lugar privilegiado donde uno se puede
perder en las magníficas cumbres del Pirineo o sentir el vértigo de los
acantilados en la Costa Brava, y todo no de una belleza mediocre, sino extrema.
Con semejantes paisajes siempre he buscado vivir mi aventura
particular en esos escenarios.
Así. en agosto de 1983 enredé a Felipe para
vivir una aventura costeando los acantilados de la Costa Brava durante dos días
a bordo de una pequeña embarcación neumática.
Fue
una aventura irrepetible pues hace 37 años esa Costa no tenía nada que ver con
la de hoy, más humanizada y concurrida para bien de la economía inmediata pero
mal para la Naturaleza.
Y también para mal de la economía a largo plazo.
El desarrollismo
postfranquista ya acabó, pero pasó el testigo al desarrollismo democrático y
éste al desarrollismo nacionalista y separatista, matices semánticos de un mismo discurso político, que en nada o poco se refleja en la Naturaleza y en sus inquilinos nativos,
privados de voto.
Fueron
dos días idílicos, con un tiempo excelente y con la ocasión de acceder con la
barquita a los lugares más infranqueables de la zona de costa comprendidas
entre las poblaciones de Blanes y Estartit.
De día navegábamos pegados a los
acantilados y penetrando las más pequeña anfractuosidades en las que cupiera la
barca, a veces ayudada por nuestras manos que la hacían avanzar entre las
paredes de roca.
Así nos bañamos en aguas que se encontraban en el fondo de
altos pozos que de acceder a ellos por tierra daría vértigo
asomarse y ver a un par de ciudadanos bañándose en el fondo.
O accedíamos a
cuevas magníficas a las que no delataba la angostura de su entrada.
La
noche que nos ocupó sacamos la barca a una cala de arena y la inclinamos apoyándola en
un remo para que hiciera de tejado precario frente al relente.
La cena la
preparó Felipe calentando unas piedras que luego enterró en la arena junto a la
comida para que esta se hiciera al calor del improvisado horno. Felipe era
habilidoso en esos recursos, como un boy scout avezado, pero en su caso
autodidacta.
Así
sólo dos días. ¡Una vida me hubiera pasado en esa aventura!
Y es
que la aventura flota en todo lugar, sólo hay que tener corazón para
reconocerla y sentido común para llevarla a cabo.
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