A María A.
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| Foto: Lámina para colorear. TERCIART. |
Me
gustan los gatos aunque no los entiendo.
En el cortijo vivía con
dos gatos amigos que me traían regalos y me los dejaban en la cama.
En una ocasión, me encontré una escolopendra enorme con la que se
habrían jugado la vida para cazarla.
Estaba muerta pero desde
entonces miraba bien la cama antes de acostarme, no fuera que ese día
me hubieran traído algún bicho moribundo.
Me pasaba muchos
anocheceres trabajando en la mesa camilla arropado con el faldón y
con uno de ellos en mi regazo.
Antes, cuando vivía en Barcelona, también
tenía un gato en casa.
Lo recuerdo porque en el pasillo había una
estantería en la que tenía colocado un plato medieval. Era de
cerámica y estaba apoyado de pie en una peana.
Un día pasaba al
lado de la estantería y el gato, en un visto y no visto, se subió al
estante del plato y se me quedó mirando. Yo también lo mire
sorprendido, pero no se me ocurrió reaccionar y regañarle.
El
animal se movió hacia el plato a cámara lenta sin dejar de mirarme
y rozando con la barriga el estante, hasta llegar al plato.
Entonces, con la patita delantera izquierda puesta de forma que le veía las
almohadillas del pie, dio un empujoncito al plato y lo tiró al
suelo.
Me quedé atónito sin creer lo que había visto.
¡El bicho
había tirado expresamente el plato al suelo! Mi gatito peluchín, ¡era
en realidad una fiera salvaje iconoclasta!
No reaccione pues el
plato ya estaba hecho añicos en el suelo y no había
remedio.
Pero algo se había roto entre nosotros y desde entonces, no lo perdí nunca de vista.
Cualquier movimiento que hiciera aquel
gato traicionero, me ponía en guardia sobre sus intenciones.
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| Gatos de campo... o de desierto. |


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