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En este rio viven cocodrilos. En otra entrada los veremos. |
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La cartera de María, mi equipaje para viajes largos. |
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Con el guía y mi compañero, el bastón, vamos a la selva. |
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Saliendo del hospedaje, muy digno, tanto por fuera, como por dentro. |
Me va a costar no hacer larga esta entrada. Pero
intentaré un esfuerzo de síntesis.
En su día viajé a Costa Rica y tuve que pasar una
aduana estadounidense.
Algo debió pasar, que me retuvieron en el
aeropuerto.
Les extrañó, al facturar, que viajara sin equipaje y
llamaron a alguien, que dio el visto bueno. Mi único
bulto era una mochilita del colegio de mi hija pequeña. Esa misma carterita la
utilizaría años después para hacer el camino de Santiago. La carterita y unas
alpargatas.
Pero no creo que se fuera el motivo del problema.
La cuestión es que, una vez ya avisado para
embarcar, me metieron en una habitación pequeña, con una bancada que la
circundaba y que estaba ocupada toda ella por personas de aproximadamente mi edad,
pero con atuendos barbas de aspecto musulmán.
Me senté entre ellos y al poco aparecieron dos
policías, equipados como si fueran a la guerra, llevando un enorme e inquieto rottweiler
atado en corto. Los policías fueron pasando a lo largo de toda la bancada,
asustando con el perro a las personas que se encontraban sentadas en ella, que
retrocedían aterradas cuando el animal les ponía las patas encima.
Al llegar a mí, el perro se me subió, como todos,
pero me encantan los animales y le cogí la cabeza por las orejas
acariciándoselas como he hecho siempre con mis perros. El animal pareció
encantado y me intentó lamer, pero el policía que lo llevaba le dio un tirón brutal
que le obligó a separarse de mí.
Después Nos hicieron salir a todos y a mí me
llevaron a una habitación grande muy bien iluminada, en la que había un policía
mulato, esta vez sin armas ni aspecto guerrero, que hablaba español. El hombre
era grandote, gordo y destilaba bondad y simpatía.
Me hizo desprenderme de toda la ropa incluidos los
zapatos, excepto la ropa interior.
No hablamos prácticamente nada. Él me decía lo que
tenía que hacer y yo lo hacía.
Hasta que al final le pregunté ¿tengo que perder
el avión? y él me dijo; sí.
Las cosas pintaban mal, pero en un momento
determinado, me dijo que me vistiera y que me podía ir. Había pasado ya con
mucho, la hora de salida del avión. Le hice caso y salí apresurado.
Entonces me pasó algo sorprendente
El aeropuerto estaba vacío y no sabía por dónde ir,
pero apareció alguien que, por el uniforme, debía ser de la tripulación, que me
señaló un camino.
Aceleré el paso hacia donde me señalaba y al acabar
el pasillo, otro miembro de la tripulación, sonriente como el otro, me indicó
otra dirección y la seguí. Y así hasta tres veces, en las que cada uno me iba apremiando
con la mano; adelante, deprisa, para que corriera y así hasta que
entré en la pasarela de embarque y llegué al avión.
Entré y me morí de vergüenza, al ver a cientos de
pasajeros sentados, mirándome, hasta que me senté en mi asiento y enseguida
despegamos.
No sé qué debían pensar todos los pasajeros de aquel
vuelo trasatlántico, que habían estado esperando tanto tiempo, a un
personajillo con aspecto de mindundi.
Pero así ocurrió y así lo cuento.
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