Dr. Sebastián Calzada, escolapio. |
En estas últimas semanas, he tenido ocasión de
hablar con personas a las que, entre otras cosas, nos unía la relación con un
nonagenario bueno y sabio; el Dr. en geología y teólogo, padre Sebastián
Calzada, hasta hace nada y menos, director del museo geológico del seminario de Barcelona.
Hacía tiempo que no veía al anciano de noventa y dos
años, pero en estos días he tenido ocasión de hablar con él un par de veces.
Antes había hablado con las personas que cito y
todas me habían dicho que estaba mal.
Si no conociera la naturaleza humana, me hubiera sorprendido al verlo.
Con sus 92 años, acudió puntualmente a la
cita, a la que vino y se fue en metro.
No usa bastón, se orienta perfectamente, me
reconoció enseguida, echamos unas risas y estuvimos hablando de nuestras cosas,
que él recordaba perfectamente, si bien con algunas lagunas que achicaba
perfectamente en cuanto se lo recordaba.
Lo encontré como una persona perfectamente válida
para la convivencia normal con personas de nivel intelectual alto o normal,
incluso conmigo.
Naturalmente, no para realizar una actividad
laboral, pero si para aconsejar y opinar sobre cuestiones técnicas y humanas.
Mis interlocutores me habían dicho que ya no es lo
que era...
A la vista de mis encuentros, mis interlocutores
estaban en baja forma o dislocados.
¡Claro que ya no es lo que era!
¡Si era una eminencia!
Y ahora, con, su merma, sigue dando mil vueltas a
los que le achacan tanto achaque.
No me sorprendió.
Cuando en mi etapa profesional en el
ayuntamiento de Barcelona, Pascual Maragall, el buen alcalde de la ciudad, me
encomendó la tarea de gestionar asuntos de disminuidos físicos y psíquicos, me encontré con una fauna de cretinos a los que les daban mucho
apuro, los paralíticos cerebrales, a los que tachaban, naturalmente en voz baja
porque no era políticamente correcto, de subnormales profundos.
Me costó mucho hacerles entender, porque eran muchos
a los que había que convencer, que en absoluto ocurría eso. Que el paralítico
cerebral no controla sus movimientos, pero intelectualmente es como cualquier
otra persona sin esa afección.
Y ahora me toca convencer a personas presuntamente
normales, que la ancianidad merma fuerzas e inhabilita algunas funciones
intelectuales y físicas pero, salvo que haya algún otro problema, el viejo no
es un disminuido psíquico, es simplemente, un viejo.
Un viejo, que pasa de hacer
jornadas de diez horas para tener méritos delante de su jefe, porque ya no es
idiota y que pasa de hacer determinados trabajos intelectuales o físicos,
porque ya no tiene las energías necesarias.
De ahí a que sea un inútil, hay un mundo.
Y hablo con autoridad en este tema concreto, porque
soy protagonista de una situación análoga.
Ya he comentado y aunque no lo hubiera hecho, quien
no lo tenga presente ha de hacérselo mirar, que disfruto de una disminución que acarreo desde niño, a la que se han sumado, a lo largo de mi vida, otras.
La medicación que tomo es agresiva y me afecta
haciéndome lento de reflejos, al hablar y al obrar.
Por eso prefiero escribir.
Y me he dado cuenta que muchas de las personas
presuntamente normales que me rodean, me toman por disminuido psíquico o algo
semejante.
Si a ello sumamos mi edad, (probablemente tenga más
tiempo por delante que el de muchos que me rodean, pues una de las cosas
maravillosas de esta vida es la incertidumbre de la muerte), más de uno llegará
a la conclusión de que quizás saliera más barato a la sociedad el quitarme de
en medio.
Esa es la moda de la filosofía de la vida hoy, que presagia mal futuro a los jóvenes.
Porque para una empresa guay, una persona de
treinta años es ya una persona mayor y busca edades más cortas, con mucha
experiencia, lo que es un absurdo.
Como es absurda toda esta sociedad decadente, que
espero tener pronto la satisfacción de dejar.
Tranquilos que ese pronto pueden ser veinte años.
O más.
O unas horas.
En definitiva, que mi preceptor maestro y amigo no está tan mal, sino que lleva el ritmo natural de la vida.
Una vida de sabiduría
y trabajo.
Probablemente, algún lector desorientado pensará; que
mal tratan los curas a los colegas sabios de su entorno.
Pues no, despistado lector, pues tu escaso
conocimiento de la iglesia es lo que te ha llevado a esa mala conclusión.
Entre las personas que cito al principio, ninguna
era del gremio.
No he oído a ningún miembro de la iglesia, concretamente del seminario, decir una sola palabra negativa sobre la persona en cuestión. Ni una opinión velada o indirecta, a su capacidad o estado de salud.
Solo he oído comentarios de colaboradores seglares
que aportan generosamente su trabajo y sus opiniones pusilánimes, al museo.
El padre escolapio Sebastián Calzada, hombre sabio y
prudente, hasta hace poco, director del museo geológico del seminario de
Barcelona, sigue siendo un hombre sabio bueno y prudente, pero siguiendo la
magnífica ley natural, además, viejo.
Lleva su vejez con la dignidad con que la suelen llevar,
los hombres viejos, consagrados al servicio de Dios.
Y muchos otros hombres, que viven y mueren con la dignidad
de nuestra especie.
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