Cuando en el siglo XIX, Darwin sacaba lo que hemos
acabado en llamar la teoría de la evolución, la iglesia católica quedó
paralizada y se rindió preventivamente a la teoría darwiniana, que parecía que
acababa con Dios y la trascendencia.
Eso debió divertir mucho a Engels y a Marx.
Pero de ello hace mucho y ya es toro pasado.
Desde entonces han sucedido muchas cosas en ese
ámbito y el puzzle no es tan cómodo y sencillo como pretendían.
Primero, porque Darwin ha sido interpretado de mil
maneras y probablemente ninguna traduce lo que él realmente pensaba.
Hoy en su teoría hay más política que ciencia.
A Darwin, como buen protestante, probablemente le
hubiera dado un pasmo si le hubieran convencido de que su teoría
ignoraba la creación del hombre por Dios. Es más, si que de ella se inducía,
que Dios no existe.
Pero eran tiempos muy revueltos y cualquier castizo
sabe que a río revuelto ganancia de pescadores.
Al paralís de la iglesia católica, que veía
desmontados sus dogmas, siguió una reacción extemporánea que la dejó fuera de
juego por falta de argumentos y razones.
Y así hasta hoy, en que, desde mi humilde parecer,
la teoría de la evolución falla más que una escopeta de feria.
Eso no quiere decir que no la considere, sino que
cada vez son más las voces documentadas, que están en contra de la
interpretación que originalmente se le dio.
A eso sí me sumo.
Creo que la teoría de la evolución es, grosso
modo, atinada, pero falta que aparezca quién haga luz sobre sus muchos
puntos oscuros.
¿Podemos estimar en una o dos generaciones, hasta
que ese científico aparezca?
Ya veremos.
Al paso que va la ciencia, creo que más una que dos.
¿En el entretanto, charlatanes teloneros? Muchos.
Por eso, en mi penúltima visita al museo geológico
del seminario de Barcelona, me llamó la atención la ristra de cráneos, que se
muestran en una vitrina de la entrada.
Este museo siempre ha sido crítico, como la ciencia
exige, a cualquier planteamiento que el vulgo da por sentado.
Esa exhibición craneal, me recordó la, en su día,
rendición preventiva frente a Darwin.
No porque diga algo, que como entonces no dice nada,
sino que, sin discutir, sino simplemente, con una imagen, dice sin decir nada.
Y eso quedaría como anécdota de una derrota
incondicional, si no fuera porque uno de los cráneos, creo que el único real,
pues los demás son réplicas, pertenece a un guanche, a un nativo original
canario.
No me entretuve en leer las etiquetas, sino que me atuve simplemente a lo que me dictó el animador de la sala.
Debo ser demasiado sensible y empático, pero lo
cierto es que aquello me dejó mal cuerpo.
Me dejó la misma sensación que cuando hace años vi
al negro de Bañolas, en el museo de Bañolas.
He dejado dicho mis deudos que cuando muera, me
quemen las huellas y me dejen tirado al lado de un contenedor.
Pero no se me ocurriría decirles que llevaran mi
fémur para exhibirlo en una feria.
Ni mi fémur tiene nada de extraordinario, ni el
museo es en absoluto una feria.
Pero sin duda entenderás, lector, lo que he querido
decir con una expresión tan torpe.
Me parece de mal gusto e impropio de la institución
que lo alberga, que ese cráneo guanche se utilice como reclamo, para conseguir
una audiencia.
Hace años me planté ese proyecto para la sala
cardenal Carles, aún sin estar de acuerdo con su esencia. Porque me parecía
obligado presentar ese planteamiento de la evolución, debidamente discutido, en
plafones objetivos.
Pero nunca me planté el colocar un elemento real de
un cuerpo humano.
El proyecto no lo llevé a cabo por su elevado coste,
aunque encontré réplicas de todos los cráneos más famosos.
Debidamente discutida y documentada, no es que sea
una buena idea, sino que es una idea imprescindible, en un museo de
paleontología que se precie.
Pero lo del guanche me parece excesivo y de mal
gusto.
Al salir, dejé, en la hucha dos euros.
Veinte y cuatro años y dos euros.
Me pareció una alegoría divertida.